Había
sido un día de perros. Un día de tormenta que hacía años que no ocurría y Laura
volvía a casa del entierro de su amigo y compañero de trabajo Andrés, al
cual solo habían acudido sus amigos y compañeros. Contó que se crió en un
orfanato hasta la mayoría de edad. Se enroló en la legión extranjera, en la
cual estuvo cinco años. Desde entonces no había parado de trabajar y llevaba
con nosotros algo más de siete años. Era muy extrovertido, pero nunca contó
nada de lo que hizo en la legión.
El
ascensor estaba fuera de servicio y tuvo que subir los tres pisos andando.
Entro en casa y lo primero que hizo fue quitarse los zapatos que la estaban
torturando. Se puso ropa cómoda y se dejó caer en el sofá.
La
luna asomó por un lado de la ventana tras la tormenta. Mientras, el timbre de
la puerta sonó. Laura no tenía ganas de visita, y sigilosamente sin encender la luz pegó el ojo a la mirilla
de la puerta. Se quedó inmóvil, sin hacer ruido ni al respirar, se agachó y a
gatas se alejó de la puerta.
Un
escalofrío recorrió todo su cuerpo. La última vez que vio esa cara fue en el
ataúd que la acogía, era Andrés. Se levantó, cerró todas las ventanas y bajó
todas las persianas. Entonces se atrevió a encender las luces, llamó a Carla,
su mejor amiga, para contarle lo que le estaba sucediendo, pero estaba
comunicando.
Sentada
en el sofá trato de tranquilizarse. Sonó el móvil y pensó que era Carla, pero
no, era el número de Andrés.
Aun
así, horrorizada y con la voz entrecortada contestó:
-¿Sí?
-
Laura soy Pedro, el hermano gemelo de Andrés.