El féretro abierto rodeado de
velones encendidos iluminaba la estancia. Mientras, las plañideras de negro
riguroso pañuelo en mano hacían oír sus quejidos. Un tenue rayo de luz de la luna, que se mostraba en todo lo alto del firmamento, entraba a través de las
cortinas de la ventana entreabierta, para que se ventilara el olor a cadáver
que hacía dentro de la habitación. Ese haz de luz que se colaba posándose en la
viuda, iluminaba su enjuto rostro desdibujado de dolor.
A la hora requerida el
cura del pueblo apareció para darle la extremaunción que no pudo en vida. Murió en un accidente fortuito al volcar el carro con el que
iba a trabajar, con tan poca fortuna que le cayó encima. Las malas lenguas
hablan de un accidente provocado por negarse a vender sus tierras a Don Aniceto, terrateniente y ahora alcalde fascista. Después de velar toda la noche el cadáver, de buena mañana las
campanas llamaban a difuntos. El sepelio a las doce en punto en
la iglesia del pueblo, siendo trasladado después al cementerio a hombros por
los hombres de la familia.
Una vez enterrado, Joaquina, la viuda se dirigió al
ayuntamiento donde había quedado para firmar la venta de las tierras. Los perdedores en la guerra
civil tenían que vivir con ese estigma toda la vida. Sentados en una mesa de un
despacho del ayuntamiento, cara a cara, la viuda y el Alcalde. Cuando iban a firmar, Joaquina sacó de entre
las enaguas un cuchillo y se lo clavó en el cuello. Los testigos allí presente sacaron sus
pistolas y la acribillaron. Al día siguiente la enterraron en la cuneta a las afueras del pueblo.