La tenía cogida con mi mano derecha y con la izquierda me sujetaba a una gruesa raíz. Le pedí que con su otra mano intentara agarrar mi brazo. A duras penas lo consiguió y aguantó solo un instante. No hacía más que gritar, yo intentaba calmarla. Me suplicó que no la soltara, que tenía dos hijos. Comenzó a balancearse e intentó apoyar los pies en un saliente. Cada vez dejaba caer más su peso y mis fuerzas flaqueaban. Le pedí un último esfuerzo, me miró con los ojos fuera de sus órbitas, la miré, le sonreí y la solté.
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