La
promesa que hice a la profesora de Lengua la estaba cumpliendo sin
ningún esfuerzo. Ya cumplidos los cuarenta aprobé el acceso a la universidad.
Estudiando Trabajo Social. Como pude, concilié el trabajo, el estudio y la vida
familiar, el cómo pude fue perder cosas importantes en mi vida, como la evolución
de mis hijos en sus respectivas vidas. Un esfuerzo por parte de todos muy
grande. Ya no dejé de leer, ni por obligación ni por devoción. Acabé de
estudiar y por pura inquietud de juventud, empecé a expresar lo que pensaba y
sentía en papel. Poco a poco fui escribiendo pequeños relatos, cuentos cortos y
algo de poesía. Iba mejorando día a día, pero lo que me gustaba en realidad era
esa sensación de contar los mundos que imaginaba. Hacer lo que quería con los
personajes. Pero mi escritura era muy deficiente. Aun así y pasado un tiempo,
cumpliendo aquella promesa de leer más, las faltas de ortografía me volvían
loco. Cada vez iba cometiendo menos errores, aun así, alguna era importante,
dolía los ojos al verla. En alguna ocasión el error me hizo pasar mala noche.
Son esas cosas sin importancia en la que perdemos el tiempo, o mejor dicho nos
roba la tranquilidad mental. Soy así, un tonto incomprendido por mí mismo.
Algunas
personas comenzaron a decirme que no escribía mal del todo. Que les gustaba los
que escribía, también con algunas exageraciones, que yo me autolimitaba,
poniendo los pies en el suelo una persona a la que valoro mucho en ese campo me
dijo: tienes algo de heavy, escribe
cosas muy buenas.
Cuando
escribo siempre pienso que son muy importantes las formas, pero siempre creo
que más el fondo. Lo creo así para no machacarme más en los errores
gramaticales y ortográficos. Nunca se me dio bien estudiar de pequeño y menos
esas asignaturas de análisis de oraciones y ortografía.