Juan
Miguel era su nombre, alto, bien parecido, simpático y como no
solidario. Su vocación, ayudar a los demás. Su empatía era tan grande como su corazón. Le gustaba trabajar con cualquier tipo
de colectivos, sobre todo con los sintecho. Quien lo conocía sabía
que era un compañero y amigo leal.
Un
día paseando, vio a un mendigo tirado en el suelo, habiéndose hecho
sus necesidades encima. Lo reconoció del albergue en el que ejercía
de voluntario. Sin dudarlo le ayudó a levantarse, acompañándolo hasta el callejón donde tenía sus pertenencias en un carrito. Lo tumbó en una especie de colchón que tenía
hecho con unas cajas de cartón. Con sumo cuidado lo acostó, tapándolo con una manta que cogió del carrito.
Le
pidió perdón en el mismo instante que le tapaba la boca, mientras
le clavaba un estilete en la yugular.
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