Era
viernes de carnaval cuando vi entrar en el salón de baile una dama con una
máscara dorada y un vestido de color negro azabache. Noté un escalofrió que me
recorrió todo el cuerpo. Comenzó a caminar en círculos por el salón. Su andar
eran como acariciar el suelo, silencioso, nadie se percató de su presencia,
salvo yo. Se paró en una esquina y observó uno a uno a todo los que estábamos
allí. Sus ojos azul cian me atraparon de tal manera que no podía
dejar de mirarlos, hasta que ella decidió girar la vista hacia otro lado. Fijó
su mirada en un hombre que acababa de entrar, llevando una máscara morada. Fue
hacía él, al llegar a su altura dejó caer un pañuelo y este lo recogió. En el
momento que se lo devolvía a la dama, el joven cayó desplomado. En ese instante
ella despareció.
Ahora
mientras escribo, cincuenta años después de lo descrito, la dama con todo su esplendor
está delante de mí, esperando que acabe esta carta.
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