martes, 21 de enero de 2020

Caprichos del destino

El sol reflejado en su cara mostraba todo su esplendor el día de su cumpleaños. Su belleza era tal que me recordó  cuando la conocí. Nunca pensé que fuera el hombre afortunado, Manuela cumplía sesenta años.   Fue una mañana de otoño cuando la cogí por primera vez de la mano. Íbamos andando por el paseo marítimo, mientras la brisa del mar nos acariciaba en la cara. El primer beso nos lo dimos en el momento que apagaban las luces del cine, mientras el acomodador hacia callar a unos niños. Las tardes, en la tasca Maravillas, tomándonos unos refrescos y unos boquerones en vinagre que tanto le gustan a ella. Prefería  sentarse en la mesa del rincón, para así cogernos de la mano sin llamar mucho la atención, para de vez en cuando, darnos un beso furtivo y una caricia en la mejilla. Con el tiempo fuimos quedando más a menudo, hasta vernos todos los días por la tarde a partir de la siete, hasta las nueve en la que tenía que regresar a casa, bajo la inquisidora mirada de sus padres. Era hija única y siempre decían lo mismo, “queremos lo mejor para ti nena” y no sé, si yo entraba en esos planes. Fueron pasando los días y nos fuimos enamorando uno del otro, hasta de nuestros defectos. Llegó la época en la que había que cumplir con la patria y nos tuvimos que conformar en vernos cuando podíamos. Una vez pasado ese tiempo de incomodidad, volvimos a vernos todos los días por necesidad, si no, era como si nos faltara algo.  Cada día no amábamos más y teníamos la necesidad imperiosa de estar más tiempo juntos. Hablando de nuestro futuro, los niños que tendríamos, los sitios que visitaríamos, eran un sin parar planeando una vida en común. Manuela había estudiado secretariado y trabajaba en unos despachos de una empresa de construcción, yo empecé en la facultad de derecho, no era lo mío, lo dejé y me puse a trabajar en lo que salía. Ahora mismo vendiendo seguros de vida y de decesos en Santa María.  Nos enteramos en el despacho de Manuela que iban a construir unas fincas en el barrio que nosotros queríamos, no informamos bien y poco tiempo después ya teníamos reservada una vivienda donde queríamos, dando un adelanto del coste final, del cual tendríamos que pedir una hipoteca a veinte años. Éramos la pareja más feliz del mundo. Un piso que sería pequeño, pero que nosotros lo íbamos a hacer acogedor. Tres dormitorios de los cuales dos pequeños y el de matrimonio, un cuarto de baño funcional, la cocina con todo lo imprescindible y un salón comedor mediano, con balcón a la calle. Nos dijeron que más o menos en un par de años sería nuestro. Ahorramos todo lo que pudimos para amueblarlo y el día que nos dieron la llaves, sin esperar, fuimos a verlo, a oscuras, con una linterna subimos y por primera vez vimos nuestro hogar. Nos abrazamos y besamos de felicidad, nos fuimos a casa después de una visita rápida. En septiembre nos casamos, solamente por el juzgado, teniendo problemas familiares por ello,  así lo queríamos y así lo hicimos. Con los amigos fuimos a un bar cercano al juzgado y nos tomamos unas cervezas para celebrarlo. Con el tiempo fuimos teniendo familia, primero un niño, después una niña y el tercero otro niño. Cuando nos íbamos de vacaciones nos venía justo el coche para trasladarnos, pero poníamos de nuestra parte todos y al final hasta sobraba espacio. Los niños estudiaron sin excesivos problemas, acabando aquello que estudiaron. Los tres se independizaron, aunque la niña fue la primera en irse, los otros dos, primero se fueron juntos a un piso hasta que se hartaron de soportarse y se fue cada uno por su cuenta. Ahora llevan vidas distintas, los tres trabajan y los vemos felices. Hoy el amor de mi vida cumple sesenta años y lo vamos a celebrar con con nuestros hijos. Toca esperar que la vida sea generosa con nosotros, empezando hoy y que disfrutemos del día. 

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