Me
enamoré de María José en la época de travesía adolescente. Esa en la que
necesitas un salvavidas por la inseguridad. Una tarde me lancé de cabeza y le
pedí salir, ella en ese momento con el timón en sus manos, me dijo que sí. Ese
sí, me hizo sentirme tan seguro como el marinero en puerto. Noté una sensación
de felicidad que me recorrió el cuerpo de popa a proa y de babor a estribor.
Nuestra
relación la comenzamos zarpando con una agradable brisa y la mar en calma, hacia
la isla paradisíaca que habíamos soñado. Con los años comprendimos que en la
vida navegas unas veces con la mar en calma, otras con marejada y también con mar
gruesa. Lo pasamos juntos, remando en la misma dirección.
La
vida nos llevó a buscar una playa idílica donde resguardarnos de las tormentas
y al fin lo conseguimos. Amarramos nuestras vidas con un cabo grueso para
sentirnos seguros y poder terminar encontrando el tesoro escondido de la
felicidad.
Al
final la marea nos cubrirá y juntos en nuestra isla soñada formaremos parte de
la arena de la playa.
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