Entre
las chimeneas y los tejados de aquel pueblo envejecido, iba apareciendo en el
cielo la luna llena. A lo lejos, en las afueras, el sol se ponía con suavidad
entre las montañas, como si no quisiera irse. Por un camino de los que entraba
al pueblo, una pareja cogida de la mano, se recogían hacia su hogar, al son de
la penumbra del ocaso.
Las
luces se iban encendiendo y unos perros ladraban en la lejanía. Abelardo, sentado
en su escritorio bajo la ventana, escribía una carta a su único amor, después
de cincuenta años sin verla volvía esa tarde al pueblo.
Dejó
la carta por debajo de la puerta donde Catalina iba a instalarse y se marchó.
Al regresar hacia su casa vio a una mujer en su puerta y aligeró el paso. Antes
de llegar la reconoció y su corazón se aceleró . Se miraron a
los ojos, sonrieron, se abrazaron y se besaron con pasión, como si fuera cincuenta años atrás. Cogidos de la mano se fueron paseando y sus figuras se difuminaron en la oscuridad de la noche. Mientras , el sol ya dormía en su lecho.
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