Gervasio
la esperaba todos las tardes y cuando pasaba, disimulaba. Era tan tímido que no
llevaba reloj para no dar la hora. Un día esperando que pasara, ella, se paró a
su altura. Lo miró con dulzura, él agacho la cabeza. Con voz aterciopelada le
dijo que se llamaba Adriana y que pasaba por allí para verlo. Desde ese día, Gervasio, las tardes las pasa
en casa.
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